Hay que empujarlos hasta el limite de la humillación, hasta ese lugar donde el dolor mudo al fin se transforma en un grito. Hay que llevarlos a ese lugar donde no puedan escapar de sí mismos. Hay que traerlos de regreso de la crueldad hacia el dolor. Hay que forzarlos a sentir empatía, hay que manipular al manipulador, usar al que usa, hacerlos probar su propia medicina. Hay que exasperarlos para que al fin empiecen a gritar. 
Hay que hacerlos gritar, enojarse, hartarse de su propio hartazgo. Transformar el dolor en un grito de liberación. Tienen que gritar bien fuerte, tan fuerte como para callar esa voz interna que los tortura, que los injuria, esa voz interior que los odia. Hay que empujarlos hasta su propio limite. Hasta que puedan dar ese grito que le pone fin al abuso. Tienen que poder gritar, hasta acá llegaste. Hay que quebrarlos, que romperlos. Sacudirlos para que puedan liberarse de esa realidad. Hay que llenarlos de esa angustia que es aliada, esa angustia que se transforma en ayuda, en grito de socorro. Hay que hacerlos gritar para traerlos de regreso de la insensibilidad. 
Es importante hacer audible la desesperación y el dolor, y que el desamparo se vuelva grito. Es importante ayudarlos a hacerse visibles gritando “Acá estoy yo y hasta ahí llegas vos”. Hay que tocarles el alma, y a veces el alma grita y en ese grito se sana.
A veces el mutismo se cura con un grito. Y a veces un susurro tiene la potencia de mil gritos que necesitan ser gritados.